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BIOGRAFÍAS ESCOLARES

Escuela Primaria Urbana

Como las Calles Porteñas

Como las Calles Porteñas

Martín Girodo

Estudiante de 2° año en 2005 del  Profesorado de EGB1 y 2 en el Valle de Uco, Prov. de Mendoza, Arg. 

 Imaginate que en la noche de un 27 de agosto de 1975 alguien decide empezar a preparar un postre que lleva mucho, pero mucho tiempo hacerlo. En realidad, y por suerte, nunca va a estar hecho. Y entre los ingredientes le pones: una familia de derecha por parte de mi hermano (abuelo general de brigada, papá teniente coronel, ultra católicos...), una mamá contadora y un tío arquitecto, militantes de la juventud peronista, una abuela radical y antiperonista que además como toda abuela se desvivía por malcriarnos, una bisabuela indígena, la familia de mi papá ( alguien muy silencioso que nunca pude comprender) de clase media alta, con su esposa psicóloga y los hijos de ella; un montón de edificios, unas sierras de Tandil donde vivían mis primos, un cuartel en un pueblito de la Pampa donde el papá de mi hermano era el jefe, varias crisis económicas familiares y sociales, marchas políticas y gases lacrimógenos, unas cuántas horas de tv, un colegio de clase media, una pelota de fútbol y miles de cosas más. Todo se pone en un recipiente con forma de cabeza y se revuelve lentamente  hasta formar una masa craneal... Y entonces brota un delicioso martincito... Ya a  los dos años y chirolas caí en manos de la educación formal.  Quedé atrapado por seguir  los pasos de mi hermano mayor, ya que yo lloraba como loco en la puerta del jardín cada mediodía cuando lo veía irse. Pronto  decidió mi mamá que probara haber si me gustaba... total, ya se va a cansar pensó. Y Pasaron los días, también los abriles y yo ahí en semejante tormenta. De Trivilin al Cangallo y ya estaba en la sala de tres, de cuatro, preescolar. De repente la primaria. Seguir en la misma escuela y con los mismos compañeros hizo que el cambio no fuera tan brusco. Un simple cambio de piso. Aquellos patios que alguna vez soñáramos estaban bajo nuestros zapatos. Y los chiquitos quedaban allá arriba, por la otra escalera. Mientras los soldaditos eran condenados a la muerte nosotros entonábamos la marcha de las Malvinas. Nadie nos contó si tanta solemnidad le hubiera hecho menos infeliz los destinos de esos chicos. Además en nuestro hogar, no sólo nos bombardeaba la tele o las revistas con el famoso “estamos ganando”. El papá de mi hermano, que a veces hacía también del mío, era militar y había sido enviado al sur por lo que el tema era más grave aún.  Empezábamos una sucesión de mudanzas. Esta vez  fuimos a parar frente al Congreso, o mejor dicho de la Plaza de los Congresos. Por unos años jugaba al fútbol o andaba en bici alrededor de un puñado de locas que daban vueltas gritando: ¡Qué digan dónde están, los desaparecidos! Una vez por semana, durante varios años las veía como que eran parte del paisaje como las palomas, las fuentes o la indiferencia de la mayoría que andaba por el centro.Todos los mediodias nuestra abuela nos traía el almuerzo a la cama. Ella escuchaba en su portátil a Rapidísimo con Hector Larrea y nosotros prendíamos la tele blanco y negro para ver a Mr. Edd, o naufragar en la isla de Guilligan, o los Tres Chiflados. Después de ponerse la camisa azul, la corbata roja, medias grises, y zapatos negros recién lustrados por la abuela, partíamos con mi hermano. La entrada a la escuela era algo sumamente  formal, y así lo fue durante toda la primaria. Formados de menor a mayor bajo el opaco patio cubierto, y baldosa por medio, esperábamos todos los grados el saludo de la vicedirectora. Era uno de los pocos momentos que uno veía a todos los chicos y eso lo convertía en algo agradable. Mis cuadernos de comunicaciones, y las muchas veces que me “condenaban” a salir de fila  son testigos, no sólo que  yo no encajaba con tanta obediencia,  sino además que la obediencia era un valor muy importante para la escuela y la sociedad. Así fue muy común la frase “Observado durante la formación por conversar, jugar o reir luego de reiterados llamados de atención.”Sumaba, escribía y leía frases célebres como “Paula apila los palos. Pim pam pum. Los apiló mal”. Pese a todo, la maestra era cariñosa, nos trataba bien. Y nos ponía un sellito azul de pinocho para premiarnos. Pero como las mismas calles porteñas mis recuerdos de la primaria se llenan  de baches. Nunca supe si llegué tarde al reparto de memoria o qué fue lo que pasó. Ni siquiera ver veintitantos años después aquellos cuadernos que mi hermano sabiamente conservó despiertan la reminiscencia. Lo que sí me dicen esas hojas, es algo que desde hace mucho sospeché. Que marchábamos todos a la máquina de hacer chorizo como en The wall. Las patas de esa mesa estaban hechas de  sobredosis de formalidad, falso nacionalismo, ser el modelo a imitar, y una cultura general que no se entendía para qué era, pero estaba siempre que había que justificar el saber o memorizar  que no son sinónimos pero se insistía sospechosamente en que lo fueran. Sobre las patas, la tabla de la mesa estaba hecha de control. Un material sumamente rígido. El mantel decía “he aquí una escuela exigente”.La seño de primero como la dictadura cedieron el paso. Del cariño de ella  pasamos a un sargento disfrazado de guardapolvo. Con unos ojos que escupían odio ante el mas mínimo desorden. No le faltaban cuerdas vocales. Tanto el  paso a la democracia, como toda la  realidad cotidiana que había del otro lado del muro,  no eran temas de  escuela, que los mataba con la indiferencia. Vino mi tercer grado. No tuve mejor idea que enamorarme de Alejandra. Cómo iba a darme cuenta  que la seño nunca me lo iba a corresponder. Todas las maestras de las horas especiales que caían en nuestra aula sufrían a ese pequeño  mounstruo peinado con raya al costado que se sentaba por el fondo. Sin importar si era la de actividades prácticas, plástica, alemán, ingles o música. Volaban las tizas, las plasticolas, y cualquier cosa que robara la risa valía. No era maldad, sólo un poquito de aburrimiento, bronca y rebeldía. Las quejas le llovían a esa morocha llamada Ale, que no podía entender el problema. Mi conducta, más de una vez era motivo de charla de todo el grado. Todos opinaban sobre mí. Ella incluso me decía que no lo creía, que le costaba entender como todas las maestras se quejaban si yo era tan bueno. Ángel y demonio a la vez, como un típico argentino pero de 9 años. Ella me preguntaba el por qué. Y yo no podía confesar semejante secreto. Nadie excepto yo conocían la verdad. Incluso odiaba a su pareja que a la salida la venia a buscar y me la robaba. Sentía un ataque de celos y una gran tristeza que masticaba camino a casa. Hasta que  me tomaba el Vascolet para embriagar las penas. Yo ya estaba en otra casa. Mamá luchaba contra un cáncer y quedaba completamente pelada por la quimioterapia. A veces me venía a buscar y yo sentía vergüenza de su calvicie. Tampoco me gustaban sus pelucas. Extrañaba sus pelos verdaderos que tiempo después, lentamente volvían a crecer.  Los cortes de luz eran frecuentes y a los que vivíamos en el piso once, las escaleras podían ser  una tortura (como para mi abuela o mi vieja) o una diversión. Poco después nos corrimos hasta la esquina. Una Commodore 64 un día golpeó la puerta y mi hermano descubrió su vocación. Las revistas de computación, los cursos y los juegos se volvieron cotidianos. Yo ya estaba en cuarto... Es tan pobre mi recuerdo de ese año que es el único grado que nunca me acuerdo quién fue la maestra. ¿Habrá algo más penoso que un chico no se acuerde de una seño? ¿Es falta de memoria  o una selectividad envidiable de la misma? Ni siquiera ver los cuadernos me acerca una imagen del aula. Ahora se que su nombre era Susana. Pero sí me deja espiar que la tortura de los análisis sintácticos me perseguían. La escuela no me costaba. Era algo que había que hacer como ponerse el uniforme. Y yo pasaba sin pena ni gloria. No me interesaban las notas altas ni las materias. La clase de gimnasia siempre fue mi favorita. También era bueno para las cuentas por la influencia de mamá contadora pero el  gran valuarte, lo que más disfrutaba, era el cariño de mis compañeros. Ser elegido como mejor compañero la frutilla del postre. Eso me pasó en primero, tercero, quinto sexto y séptimo. Ese rebelde, que revoleaba gomas de borrar  también resultó defensor de todo lo que le resultaba injusto en el aula.  Ingenuo y transparente, no tenía miedo de enfrentar una maestra y no me cambiaban una idea con un porque si o porque soy tu maestra. ¿Será que las máquina de hacer chorizos tiene fisuras? Los abriles seguían y las etiquetas de mis cuadernos rojos ya decían quinto grado. Una nueva sección de la escuela se volvió importante: la biblioteca. Una víctima de nuestra edad del pavo: el bibliotecario, que más de una vez con canas verdes nos hechó sin titubear. La mistad se hacía una columna vertebral y los amigos nos volvíamos a juntar todas las mañanas en la biblioteca con la excusa de hacer las tareas. Ya no sólo veíamos a los chicos del otro turno en alguna excursión, los de la mañana también se unían en los recreos. Antes del rito de la entrada almorzábamos enfrente la muzza de Arsenio, el mejor pizzero del universo y sus alrededores. En ese momento recuerdo que nuestra mirada empezaba a estar en los más grandes. En el cambio de turno también salían los chicos y chicas del secundario. Y nos arrebataban la atención.  Aquellas diosas a las  que desde el patio de abajo  les espiábamos sus bombachas estaban en el quiosco o la pizzería junto a nosotros. ¡Y hasta nos hablaban!Era el 86 y Maradona cambió su profesión. Se convirtió en mago y en un mes nos regaló una copa de alegría. ¿Qué había cambiado puertas adentro de la escuela, desde la dictadura  “lejana” hasta el  fracaso del plan austral? Me parece qué poco. La escuela seguía con sus saberes escolares cada vez más distantes de la realidad. No hacía falta cruzar un río pero era una isla. Mi cuaderno de comunicaciones año a año se parecían. Algunos que lo que escribían eran nuevos pero sus frases meras copias. La santa imagen de mi hermano ya no me salvaba porque construí la propia. Era como una “obeja negra” pero que no tenía problemas con el “saber”. Tal vez algo más grave: era indisciplinado. Y para peor ya éramos un grupo cuya fama había traspasado nuestro turno. La única clase que se seguía salvando era la de gimnasia. El frio patio de la formación de entrada y salida se convertía en el estadio de fútbol mas lindo. Esos días, además safábamos de la camisa y la corbata y del molestísimo pantalón gris. Las casas seguían cambiando y nosotros, expertos del arte del embalar y desembalar, creciendo. Mi hermano ya no usaba guardapolvo. El fanático de la computación tenía blazer e iba al secundario. Algo que cada vez yo veía más cercano. Las casas de los amigos eran como propias y las familias “adoptaban” a los compañeritos. A veces caían todos a nuestra casa como perfectamente podía ser la de algún otro. La mayoría vivíamos en el barrio de Once, donde estaba la escuela o muy cerca. Atraídos por las oportunidades del centro comercial, las familias coreanas llegaban al barrio y sus hijos a nuestra escuela que con las mismas dificultades con que nosotros pagábamos las cuotas mensuales ellos pasaban de grado.   En sexto había una novedad. Dos maestras por grado. Sociales y lengua para una, matemática y naturales para otra. Además eran las maestras de los séptimos. Estábamos ahí, en los últimos escalones de la primaria. Volviendo a las maestras, las dos eran muy  formales, distantes. Algo que no sembraba precisamente cariño. El resto era bastante parecido. Los análisis sintácticos cada vez eran más complejos y ya casi ocupaban media carilla por oración. Cuando volvimos de las vacaciones la escuela estaba bastante conmocionada.  Los paros de los años anteriores, habían divido a los maestros en 2 bandos. Los que adherían y defendían sus derechos y quienes no. Misteriosamente el primer grupo ya no estaba más y una nueva camada de maestras jóvenes, llegaron con nuestro último año. Dos de ellas cayeron  a séptimo. Eran el día y la noche. Margarita muy seria, estricta. Por el contrario Patricia era más dada, buscaba achicar la distancia  en el trato. ¡Cómo nos habremos portado! que muchos años después, cuando le conté que estaba estudiando para maestro, ella, que seguía en esa escuela, me deseó que me hagan lo mismo que yo le hice.En el último pasito del ciclo, la edad del pavo llegaba a su máxima expresión y todo desbordó a la seño. Una novedad fue que ella nos propuso que una hora por semana nosotros podíamos usarla como nos pareciera. Habíamos elegido contar chistes y así se hizo. Además había otra hora para lectura  y podíamos leer lo que quisiéramos. A mi me atraían las revistas deportivas. Nuestras peleas con los de sexto eran un clásico de los recreos. Ambas maestras hacían grandes esfuerzos para solucionar el problema. Pero el gran, gran  problema, era que nos divertía mucho pelear. Eran días que todo, absolutamente todo nos causaba  mucha gracia. Bastaba una mirada cómplice que nos hacía reir y de ahí a la carcajada unos segundos. Esta  podía durar  los 40 minutos de la clase. Hasta que el bendito timbre  nos llevaba al patio y la acalambrada panza descansaba un ratito. Empezaban los partiditos de fútbol con cajitas de jugo, o las peleas con sexto. Otro timbre y volver al palacio de la risa excepto con Margarita que nos pegaba un grito y más o menos  controlaba la situación. Casi a fin de año, Patricia  harta de mi, se le ocurrió poner una tarjeta amarilla. Una sanción muy grave dentro de la escuela. La verdad  es que fue medio arbitrariamene pero tanto va el cántaro a la fuente... Tomé la sanción, la hice un bollito y se la tiré. Me dijeron que si no la traía firmada no entraría al colegio. Desde ahí  hasta el viaje de egresadito, el diálogo quedó bastante roto. Siete años sin sanciones y esa maestra nueva, casi de la nada, me ponía una tarjeta amarilla... Casi una tragedia. Las clases ya morían como el ciclo y elegir el secundario era un problema. Papá sugería el Pellegrini o el Bs. Aires, por otro lado el liceo militar. ¡qué poco hubiera durado ahí dentro! Que esto, que lo otro, que la mar en coche y al final seguí en el Cangallo como la mayoría. Era como la decisión más fácil porque todo era bastante familiar.Parece una broma que esto lo cuente alguien que hoy estudia para maestro. No es que me disguste la escuela, detesto ese modelo de escuela. Años después,  lleno de una inocencia propia de la primaria ponía un pleno a la educación como motor de un cambio. Simplifiqué el problema absurdamente, creía entender el “problemita” o la punta  al menos la punta del ovillo. Me tiré a la pileta decidido a hacer  un país mas justo, que nos abarque a todos, donde uno pone un ladrillo en semejante construcción.   Con el tiempo esa ilusión me pareció quedar escrita en la misma agua donde me tiré de cabeza.   La realidad es infinitamente más compleja. Más te interesa más se complica. Pero sigo. Y sigo porque todavía creo en la escuela, en la educación, no de la misma manera que al principio. Entre las muchas cosas que aprendí es que algo se puede cambiar y que ese cambio por chiquito que sea vale la pena. Si alguna vez me toca pasar por un aula como maestro, cada día que cada chico me  mire, que llegue tan llenos de ilusiones, que cree en uno, no por uno  mismo (al principio) sino porque cree en la escuela, que pasado el tiempo no se sienta defraudado. Que recuerden esos momentos como un lugar donde se podían expresar, donde no repetían como loros. Donde equivocarse era la posibilidad de aprender, no de usar la lapicera roja. Sin dueños de la verdad y de la palabra. Ser parte de una escuela a la que no se llegue en bote, ni nadando, donde la realidad, con sus cosas buenas y reveses sean parte viva del  día a día. Parece poquito pero es mucho. Hoy creo que muchísimo. Y esa  es mi apuesta.